Es la 1 de la madrugada. Martes. Llevo 2 horas intentando conciliar el sueño pero es imposible. Mi cerebro está tan acostumbrado a estar bajo los efectos de la cocaína antes de irme a la cama que cuando no es así me resulta casi imposible dormir. Sé que en la calle hace un frío terrible capaz de congelar mi alma con sólo rozarla. No me importa porque hace mucho tiempo que está helada. Durante todo el día he luchado contra la Voz. La Voz que me dice que tengo que ir a comprar cocaína. La Voz que me dice que sólo así desaparecerá el dolor que me aprisiona desde hace tanto tiempo. La Voz que me recuerda que no tengo a nadie, que estoy solo y que siempre lo estaré.
Me rindo. Quiero no-sentir. Necesito no-sentir.
Me pongo unos vaqueros, una camiseta y un plumas encima. Hace dos días que ha nevado en mi ciudad, así que es probable que el sitio al que voy se haya convertido en un barrizal después de que se derritiese la nieve. Decido enfundarme en los pies unas botas de trekking. Cojo la cartera y compruebo que contiene 30 euros. Ese es el precio del no-sentir. Salgo a la calle.
Hay mucha niebla, tanta que se traga sin piedad la tenue luz de las farolas que me rodean. Busco el coche con la mirada. No recuerdo dónde lo dejé la tarde anterior.. Creo verlo. Sí, allí está.
Entro al coche. El frío que hace en su interior es brutal. El vaho sale de mi boca con fuerza mientras respiro e intento introducir la llave en el contacto. La calefacción no funciona. Las manos me tiemblan de frío. Consigo arrancar el coche, que comienza a escupir un humo venenoso y blanco por el tubo de escape, que asciende hacia un cielo gris y sin luna. Una luna que se esconde con tristeza desde lo alto por lo que voy a hacer una vez más. Y ya son tantas que he perdido la cuenta.
Durante la media hora que tardo en llegar allí a donde me dirijo una sóla idea inunda mi mente, sin dejar espacio para ningún otro pensamiento: sentir una vez más cómo la cocaína entra en mi nariz. Y después, me sentiré bien. El dolor desaparecerá. Lo sé. Siempre es así.
Llego a mi destino. Ante mis ojos hay una carretera que se extiende hasta el fin del mundo. A ambos lados de ella hay chabolas con el techo de uralita. En la entrada de cada chabola hay cubos de basura ardiendo, y rodeando cada cubo hay grupos de 2 ó 3 personas con los brazos extendidos que acercan sus manos al fuego buscando el calor. A medida que voy avanzando con el coche, miradas de rostros iluminados por las llamas y provenientes de los infinitos contenedores se fijan en mí. No les gustan los extraños. Pero conocen mi coche, no suelen verse muchos coches deportivos en el poblado, y además he ido docenas de veces antes. Así que las miradas son sólo fugaces y enseguida vuelven a perderse en el vacío. A pesar de que es muy tarde, me cruzo con muchos coches, sucios de barro y conducidos a toda velocidad: nadie quiere permanecer mucho tiempo en este lugar. Eso les recordaría que su vida es una mierda y que son drogadictos. Así que se van lo más deprisa posible y después es como si jamás hubieran estado allí, como si todo hubiera sido una pesadilla: una pesadilla recurrente que mañana volverá a repetirse.
Tengo que tener mucho cuidado con el coche porque el asfalto sobre el que se posa está lleno de baches y de agujeros enormes. No he visto otra carretera en tan mal estado en ningún otro sitio antes que éste. Pero ésta es la Carretera del Fin del Mundo. Aquí todo es igual: todo está olvidado, abandonado. Es casi como si no existiera. Pero existe. Por desgracia para mí.
Llego a la chabola a la que voy siempre. Es donde tienen la mejor cocaína de todo el poblado, o al menos eso dicen. Esta chabola tiene, además, otra ventaja: dispone de un parking, justo detrás. Igual que en un centro comercial. Incluso tiene una especie de aparca-coches que te indica dónde debes dejar tu vehículo. Entro en el párking. Por todas partes veo coches aparcados con la luz de dentro encendida. Habrá unos 20. Observo el interior de algunos de ellos: a través de los cristales cubiertos por el frío sólo veo rostros cuyas bocas se aferran a pipas metálicas. No son ellos los que sujetan la pipa: es la pipa la que los agarra a ellos. Sus labios las atenazan como si no fueran a soltarlas nunca. Una mano la sujeta mientras la otra mantiene un mechero encendido cuya llama aplican sobre ella. Cada vez que absorben el humo que atraviesa las pipas van consumiendo un poco más de su contenido. Y de sus vidas. Cada calada es un intento más de olvidar. Un intento de no-sentir. Un intento de ser lo que no son. Un intento de mentirse una vez más a ellos mismos. Y un paso más hacia el fondo del pozo de su existencia.
En lugar de esnifarla, la mayoría de las personas que vienen aquí lo hacen para fumar cocaína. El efecto es mucho más fuerte y además es inmediato. Los pulmones están directamente conectados con el flujo sanguíneo, así que las moléculas de cocaína no tienen que propagarse a través de la mucosa como cuando la esnifas, y sientes sus efectos en cuestión de segundos, mientras que al esnifarla tardas unos 10 minutos. Pero hay un problema: la cocaína fumada es increíblemente adictiva. Mucho más que cuando la esnifas. Por eso yo no la fumo. No sé cuánto aguantaré, pero sé que el día que lo haga también yo habré convertido mi vida en una pipa a la que aferrarme con todas mis fuerzas.
Me bajo del coche. Siento el barro bajo mis pies. Hice bien poniéndome las botas. No me había quitado el plumas mientras conducía, así que siento una punzada de frío atravesándome e invadiendo mi cuerpo nada más poner un pie en el suelo. El olor que llega hasta mí es indescriptible. La zona está llena de excrementos humanos y basura. No importa cuántas veces lo haya sentido: nunca me acostumbro a este olor. Cada vez que lo huelo me juro a mí mismo que esa será la última vez que lo haga. Pero nunca lo es. También hay una tienda de campaña montada en un rincón. Supongo que es de alguien que un día decidió que esa era la mejor manera de tener siempre cerca la droga: vivir en un poblado gitano, aunque sea rodeado de excrementos.
Atravieso el parking lo más deprisa que puedo, esquivando excrementos, barro, jeringuillas, y todo tipo de objetos abandonados a su suerte: prendas de ropa, trozos de madera, zapatillas, papeles…de todo.
Continúo con mi descenso hacia el infierno. Salgo del parking y giro a la derecha. Allí hay siempre 2 personas: una que está permanentemente vigilando la carretera que atraviesa el poblado, y otra persona a la que no veo y que permanece detrás de una enorme verja de metal. Detrás de esa verja está la chabola a la que voy. Cuando me ve llegar, el vigilante me reconoce y grita una palabra ininteligible para mí e inmediatamente oigo cerrojos abriéndose. La verja se desliza ante mí: tiene un grosor increíble. Creo que haría falta utilizar explosivos o algo así para poder forzarla. Atravieso la verja, y entonces veo a la persona que permanecía oculta tras ella: esta encorvado mirando hacia el suelo, lo que me impide ver su rostro, y lleva un grueso abrigo. Tan sólo acierto a ver su pelo: está muy sucio, acartonado. No le digo nada y dejo la verja atrás, mientras hasta mis espaldas llega el sonido de los cerrojos volviéndose a cerrar con fuerza.
Me hielo de frío.
Todavía no he llegado a la chabola: ahora estoy en una especie de patio descubierto, sin techo. Lo atravieso y llego a otra puerta de metal. Está abierta. La cruzo. Ante mis ojos aparece un pasillo estrechísimo y largo, y con el techo muy bajo. Mido 1.86, así que tengo que agacharme para que mi cabeza no lo golpee. La única luz que lucha contra la oscuridad que domina la estancia es una bombilla maltrecha que se mantiene a duras penas colgada del techo. Nada más entrar en este pasillo, oigo la respiración de alguien muy cerca de mí y entonces me doy cuenta de que justo detrás, en un rincón del pasillo, hay una persona sentada en una silla, con la cabeza a la altura de las rodillas, inmóvil. Siento lástima por él. Siempre que entro aquí pienso lo mismo: cómo sería la vida de estas personas antes de llegar a convertirse en los muertos vivientes que son hoy en día. Y que, tal vez, también yo un día terminaré así. Me gustaría ayudar al que está sentado en la silla, pero no hago nada y sólo paso de largo y avanzo por el pasillo, deprisa. Al final del pasillo hay otra puerta abierta, también de metal y de un grosor increíble y, junto a ella, otra silla y otra persona sentada sobre ella, que sostiene entre sus dedos una bolsita blanca de plástico que contiene cocaína.
El sistema de puertas y verjas está diseñado de tal forma que, en caso de que detectasen a algún policía vestido de paisano, cerrarían todas y el policía quedaría aprisionado dentro, entre varias puertas de metal. Después probablemente lo matarían. Es un auténtico búnker.
Atravieso esta nueva puerta, y llego a una pequeña habitación. Aquí hay 5 personas , todas sucias y mal vestidas. Algunos están apoyados contra la pared, otros están sentados en el suelo, con la cara oculta apoyada en las rodillas. No se oye nada, nadie habla. Sigo avanzando. De nuevo, otra puerta, de nuevo metálica y de nuevo de un increíble grosor.
Cada puerta es como un nivel más de seguridad. Como si fueran compartimentos estancos. La atravieso, y al fin llego a mi destino.
Esta habitación es la estructura más grande que he visto desde que atravesé la primera verja. Tendrá unos 50 metros cuadrados.
Dios, por fin dejo de sentir el frío paralizante, cruel y sin compasión que llevaba hiriéndome sin piedad desde que salí de casa. Hace calor. Puedo sentirlo. Dejo que recorra todo mi cuerpo. Busco con la mirada la fuente de este calor tan anhelado por mí, y veo que procede de una estufa de leña bastante grande de la que por la parte superior sobresale un tubo que se pierde detrás de una pared. Nunca había visto una estufa como esa. Parece de otro siglo, de otra época. Me recuerda a la estufa que salía en la película “Pesadilla en Elm Street”, donde Freddy Krugger guardaba siempre sus zarpas de metal. Pero irradia el calor más reconfortante que jamás haya sentido.
Hay 6 personas que hacen cola delante de una mesa. Me pongo al final de la cola y observo dónde estoy:
Detrás de la mesa se sienta una mujer gitana, obesa, de unos 40 años. Tiene un pelo negro largo, muy recogido y peinado hacia atrás.
Junto a la gitana obesa hay una mujer. Su rostro está tan demacrado, tan envejecido, tan golpeado por la vida, que me resulta imposible determinar su edad: puede tener cualquiera entre los 30 y los 50 años. Es muy delgada, tiene el mismo aspecto que una chica adolescente anoréxica que un día decide dejar de comer como parte del enfrentamiento entre su subconsciente traidor y su madre. Está de pie junto a la gitana, recortando trozos de bolsas de plástico y observándonos. Entonces me doy cuenta de que es una de las esclavas de la gitana: una adicta a la cocaína o a la heroína que vive en el poblado y que para conseguir su dosis diaria se pasa el día entero realizando pequeñas tareas para el clan gitano para el que trabaja. Algunas esclavas se pasan el día preparando los trozos de plástico para hacer bolsitas donde se guarda la droga, otras se dedican a hacer que la cola de gente que se forma frente al gitano o la gitana que esté vendiendo en cada momento esté siempre ordenada y, sobre todo, que jamás nadie roce siquiera la mesa donde estén vendiendo. Si te acercas más de la cuenta a la mesa, enseguida la esclava te dirá que te apartes y que no la toques. Otros esclavos se pasan el día recogiendo trozos de madera por los alrededores que terminarán en alguna estufa estilo Freddy Krugger o en alguno de los cubos de basura del exterior. Son como zombies que viven (y probablemente también morirán) allí.
La cola va avanzando. Las personas que me preceden van pidiéndole a la gitana la cantidad de cocaína que quieren comprar y de qué tipo la quieren: no es igual la cocaína para fumar que aquella destinada a esnifarse. La que es para fumar se denomina “base”, y la que es para esnifar se denomina “cruda”. Así que van pasando, uno a uno:
- Dame uno de base
O bien:
- Dame medio de cruda
Todos piden base. Quieren fumarla.
Pasados unos instantes, llega mi turno. La gitana está sentada justo delante de mí. En la mesa hay una balanza digital de precisión y dos trozos circulares de lo que en algún momento fue una bolsa de plástico entera, abiertos y extendidos sobre la mesa. En uno de esos trozos circulares de bolsa, hay varias piedras de cocaína cruda, para esnifar. Calculo que habrá unos 100 gramos, unos 5000 euros. Justo al lado, en el otro trozo de bolsa, hay una cantidad mucho mayor de base de cocaína: se parece a la cruda, pero su color es distinto, es como si fuera más transparente, y tiene un aspecto más humedecido que la otra. Al lado de estos trozos de bolsa hay un montón con docenas, quizás cientos, de otros trozos similares, aunque más pequeños. Con el paso de las horas, todos esos trozos se convertirán en pequeñas bolsitas como la que sujetaba la persona que vi en el pasillo.
Me mira, y con los ojos me pregunta qué y cuánto quiero:
- Dame medio gramo de cruda
La gitana coje una pequeña cuchara blanca de plástico, y la introduce en el trozo circular de bolsa donde está la cocaína para esnifar. A continuación, deposita el contenido de la cuchara sobre la pesa digital, y mira cuánto señala ésta. La cantidad que ha cogido la gitana a ojo es casi exactamente 0.5 gramos. Pero no llega, así que vuelve a meter la cuchara en el trozo de bolsa y esta vez coge una minúscula piedrecita de coca, que coloca de nuevo sobre la balanza. Ahora sí, señala exactamente 0.5 gramos. De forma mecánica, como si fuera un robot, como si hubiera hecho lo mismo miles y miles de veces antes, la gitana acerca su mano al montón de trozos de bolsas que tiene a su lado y coje uno de ellos. Después, con cuidado, arrastra con la cuchara la cocaína que todavía reposa sobre la pesa digital y la echa dentro de la bolsita de plástico. La enrrolla rápidamente y me la tira encima de la mesa. Hacía rato que en mi mano escondía los 30 euros que tenía en la cartera, así que se los dejo encima de la mesa y salgo de la habitación.
Vuelvo a recorrer el mismo camino que recorrí unos instantes antes, esta vez sin mirar a nada ni a nadie: sólo quiero llegar al coche y ponerme una raya. El frío me reconoce y vuelve a mi lado. No quiere que me olvide de él. Después del calor de la estufa, ahora el frío es todavía más intenso que antes. Acelero, atravieso puertas, el pasillo, salgo al patio, espero a que la persona que está al lado de la verja de entrada dé la señal al que está fuera vigialando para que me abra, y salgo corriendo fuera. Llego hasta el párking y entro en el coche. Está helado.
Las manos me tiemblan por el frío, pero da igual: saco la bolsita con la cocaína del bolsillo. Le doy a un botón que hay bajo el salpicadero del coche y se abre una compuerta. Saco los papeles del coche que hay en su interior y los coloco sobre mis piernas. La carpeta en la que están guardados los papeles tiene una superficie lisa y es perfecta para lo que quiero hacer: abro la bolsita y echo una buena parte de su contenido sobre los papeles del coche. Mi corazón late deprisa: la Voz está ansiosa, desesperada, expectante, sabe que está a punto de sentir la descarga de neurotransmisores de la dopamina que lleva tanto tiempo pidiéndome a gritos.
Voy a hacerte caso, Voz. Voy a darte lo que quieres. Saco un paquete de tabaco de mi bolsillo y le quito con manos temblorosas el plástico que recubre la mitad inferior del paquete. A continuación, coloco el plástico encima de la cocaína y los papeles del coche, saco un mechero del bolsillo y lo pongo encima del plástico, apretándolo y de esa forma extendiendo la cocaína que hay debajo hasta dejarla convertida en una capa muy fina prácticamente pegada a la documentación del coche. Guardo el plástico del tábaco y el mechero, saco la cartera, saco una tarjeta de crédito y le doy a la cocaína la forma de raya que todos conocemos. Es una raya enorme. La divido en 3 rayas más pequeñas. Amo este ritual. Forma parte de mi vida. Saco un papel de la cartera, lo enrollo y acerco mi rostro a los papeles del coche. Aguanto la respiración para así no exalar aire por la nariz y que no vuele ni una sola molécula de cocaína fuera de la carpeta que contiene los papeles del coche. Me tapo el agujero izquierdo de la nariz con el pulgar de mi mano izquierda, mientras con la otra mano sujeto el papel enrrollado. Por fin, el momento ha llegado: por fin desaparecerá el dolor: olvidaré mi soledad: llenaré el vacío que habita mi alma con polvo blanco. Aspiro con fuerza por la nariz y siento como la cocaína la atraviesa a toda velocidad: en un segundo puedo sentirla ya en la garganta. Pestañeo, aprieto los ojos, me lloran un poco. Debo de tener las glándulas lacrimales dañadas por la cocaína, porque me sucede a menudo. Limpio las lágrimas con el dorso de la mano.
Quizás no sea por la cocaína. Quizás sólo son lágrimas.
domingo, 6 de septiembre de 2009
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